Buscando las razones de esta “teoría de la inacción” vino a mi mente el viejo experimento de Ash: el psicólogo Solomon Asch organizó grupos de entre 7 y 9 personas y a cada una de ellas les dio dos folios, en uno había dibujada una línea y en el otro, tres líneas de distintos tamaños, una de las cuales era exacta a la del primer folio. A los sujetos se les preguntó cuál de las líneas de la segunda hoja era equivalente a la de la primera. La respuesta era obvia. El truco estaba en que todos los miembros del grupo, excepto uno, habían sido advertidos por el experimentador para dar deliberadamente una respuesta equivocada. La cuestión que el experimento ponía en valor es si es posible que el sujeto crea la evidencia de sus propios ojos o seguirá la opinión de la mayoría, aunque esta sea evidentemente errónea. El resultado demostró que la opinión del grupo afecta enormemente a la decisión individual, hasta el punto de que un 37% de las veces las respuestas dadas ante algo que era obvio fueron equivocadas.
Es como si los negociadores de la COP26 vivieran en un grupo del experimento de Ash, en el que, aun sabiendo la respuesta adecuada, todo su entorno (economistas neoliberales dogmáticos -perdón por la redundancia-, lobbies de multinacionales de la energía, intereses geopolíticos y militares) impongan como bueno el camino equivocado. En un ejercicio de greenwashing que insulta la inteligencia, la propia COP26 está patrocinada por multinacionales de la energía que hacen negocio emitiendo CO2.
Hace unos días, Lumumba Diaping, el diplomático senegalés que representó al G77 en la COP15 de Copenague, me decía, lleno de tristeza, que es como si hubieran convencido al mundo de que no hay que hacer nada. El propio Boris Johnson, anfitrión de la Cumbre, no tiene ninguna intención de favorecer medidas para frenar la crisis climática, es más, los analistas apuntan a que su intención es profundizar en las oportunidades de negocio que el desastre climático abre a algunos sectores, sumándose así a ese nuevo negacionismo consistente no tanto en negar el cambio climático, como en asumir que no hay nada que hacer, más que confiar en que una tecnología futura y salvadora consiga que el mundo siga siendo igual, pero sin cambiar el clima.
No menospreciemos esta “teoría de la inacción” porque amenaza con ser mayoritaria entre los que negocian en nuestro nombre y porque tiene su base en un concepto que el economista Schumpeter desarrolló, a partir de Marx, sobre la “destrucción creativa” del capital, es decir, la capacidad del capitalismo de destruir procesos y sistemas anteriores para dar lugar a nuevos. El problema es que en el camino devalúa la riqueza y genera crisis y que, frente a un problema global como la crisis climática que afecta a la totalidad del sistema productivo, no hay medidas paliativas ni tecnologías parciales que den solución a un desafío planetario. Dicho de otro modo, los coches eléctricos no van a solucionar el problema.
Pero quizá la clave de bóveda de esta teoría de la inacción climática esté más allá de la confianza suicida en la “destrucción creativa” del capitalismo, y la encontremos en la irracionalidad dogmática con la que el poder político y económico defiende el libre mercado sobre todas las cosas, planeta incluido. Es obvio que para frenar el cambio climático hay que cambiar el modelo productivo a través de acuerdos globales vinculantes, pero para quienes hoy negocian por nosotros la libertad sin responsabilidad de las empresas es el dogma a proteger.
Frente a ellos, el mundo
No exagero, el último Eurobarómetro nos dice que el 93% de los europeos consideran el cambio climático el mayor problema del mundo y que la reducción de emisiones de CO2 al mínimo ha de ser una prioridad. El propio secretario general de la ONU, el mes pasado en su Asamblea General, clamó que “el mundo se encamina a una catástrofe climática”.
Millones de jóvenes y activistas de todos los rincones del mundo han elevado su grito y en las calles de Glasgow los volveremos a ver exigiendo, no lo imposible, sino lo sensato: frenar el cambio climático para salvar el futuro. Quienes desprecian el ecologismo suelen argüir que solo sirve para anunciar el apocalipsis, pero hoy les aseguro, no pueden estar más lejos de la realidad. En la COP26 habrá muchas voces fuera de los inútiles pasillos de la diplomacia climática mercantil. Algunas de ellas, sus demandas y propuestas, las pueden encontrar en el People´s Summit, o cumbre popular cuyas ideas y contenidos les invito a investigar. transform europe!, participa en su organización y quizá por eso he podido detectar algo que, estoy segura, se les escapa a los de la “teoría de la inacción” y es que la gente joven está cada vez más enfadada.
Y más formada. Saben que la solución pasa por cambiar formas de producir y consumir, que no pueden ser los trabajadores los que sufran las consecuencias de los cambios necesarios, “justicia climática” o “transición justa” son conceptos que encontrareis en todas sus reivindicaciones, denuncian a las multinacionales que emiten y las que se benefician de ello, defienden la interseccionalidad de luchas y la solidaridad y no quieren más dilaciones. Lo que detecto, y creo no equivocarme, es una distancia cada vez mayor entre gobernantes y gobernados respecto a la urgencia climática y ante ello, animo humildemente desde este pequeño artículo a sumarnos a una generación de activistas que saben lo que hacen cuando exigen “cambiar el sistema, no el clima”.
La admiración que me provocan estos jóvenes me lleva a pensar que, si formaran parte del experimento de Ash, la mayoría de ellos serían de los que, a pesar de las presiones, darían la respuesta correcta.
Publicado originalmente en Público